El mar secreto.
Todos
dormían en el bohío. Aún era de madrugada y en medio de la oscuridad corrió
hacia la colina. Era un largo trecho, pero confiaba en regresar antes de que
empezase el trabajo, aunque se perdiera el desayuno general. Para animarse y
hacer más corto el camino, rebuscó como siempre en sus recuerdos.
Su
vida cambió por completo la última vez que bajó desde el monte a su casa. Su
padre le dijo, con la sequedad que le
caracterizaba, que en unos días tendría que coger un barco y trasladarse a
Cuba. Ya estaba todo arreglado… no cabían más explicaciones. En cualquier
momento vendría a buscarlo la guardia civil, como a otros chicos del pueblo,
para “hacer el cuartel” y eso significaba acabar en Marruecos, donde las cosas
cada vez se estaban poniendo más difíciles.
¡Cuba!.. ¿Cuba?... nunca había oído hablar de ese lugar,
pero tampoco preguntó. Estaba acostumbrado desde muy pequeño a obedecer sin
rechistar: las cosas eran así. Lo
primero que pensó es que si había que ir en barco seguramente Cuba estaría
entre aquellas montañas que surgían del mar en el horizonte, por donde salía el
sol. No era tan lejos al fin y al cabo.
Aunque
poco antes de partir le explicaron que debía irse para no acabar en la guerra y
todo lo que eso significaba, en realidad para su familia como para las demás,
los motivos eran muy diferentes. El servicio militar representaba para los
pobres renunciar durante un largo periodo de tiempo a una ayuda muy necesaria.
En Marruecos o en cualquier otro lugar, aunque luego regresase, no podría hacer nada por los
suyos; en cambio, en Cuba, donde no faltaba el trabajo para un jornalero, no se
interrumpiría la ayuda que desde muy niño había prestado a su familia. Pero eso
jamás pasó por su cabeza… ¡obedecer sin rechistar!
Seguía
ascendiendo por la colina, cubierto de sudor, jadeante, abriéndose paso entre
los matojos con el machete. Tenía los brazos y la cara llenos de arañazos. La
oscuridad era completa; aún faltaba un buen rato para que amaneciese y tenía
tiempo suficiente hasta llegar a la
cima.
Luego,
de nuevo tornaron los recuerdos. El que más angustia le provocaba, más aún que la
sensación de separarse de los suyos y dejar atrás, quizás para siempre, la que
había sido su vida; mucho más que el temor a lo desconocido era el barco… ¡Maldito
viaje en barco! Por mucho que lo
intentase, a pesar del tiempo transcurrido, siempre estaba presente: el calor
en la bodega donde dormía, los mareos, los vómitos, el mal olor, la sensación
pegajosa del salitre, el agua caliente, casi salobre; y sobre todo, aquella
bazofia que se vio obligado a comer cuando se acabaron el queso y los higos
pasados con los que su madre le había llenado la saca. Porque aparte de comida,
otra cosa no llevaba consigo. La ropa, solo la puesta, la que le había dejado
con desgana un primo mayor que hasta grande le quedaba; y las lonas, eso sí, nuevas, recién compradas
en una venta de La Cisnera, no como las
que usaba en el monte. Era una pesadilla
terrible y recurrente; pensaba
que si para volver a ver a los suyos, a su monte, tuviese que repetir la misma
travesía, quizás nunca reuniría fuerzas suficientes para salir de Cuba.
De
su llegada a La Habana apenas conservaba algún recuerdo. Estaba demasiado
aturdido cuando al fin desembarcó. Solo le quedaron impresas las primeras sensaciones, porque serían algo
habitual desde su llegada y porque que
no lograba acostumbrarse a las mismas: el calor bochornoso, el sudor constante, el olor de la gente que era más fuerte
incluso que el de las cabras, al menos a
ese ya estaba habituado. Los mosquitos
y la lluvia… ¡ eso sí que era lluvia! …
pero siempre con calor; algo inexplicable para él, ya que en el monte solo llovía cuando refrescaba.
Ese calor y esa humedad que hacían que la ropa se pudriese al poco tiempo, por
mucho que la cuidase. ¡Cómo echaba de menos el frescor del aire en su monte! Mirando
al mar tranquilamente escarranchado sobre una laja, siempre sin perder de vista
a las cabras.
Tampoco
recordaba muy bien las horas transcurridas desde La Habana a Cabaiguán y eso
que la mayor parte del trayecto la realizó en tren. A pesar de la novedad, de
lo desconocido, apenas le prestó atención, simplemente se dejó llevar, en
silencio… ¡obedecer sin rechistar! Mientras se adentraba en el corazón de la
isla se sorprendía de no encontrar montañas ni pendientes, solamente llanuras inmensas.
Lo más parecido que había visto fue la vez que subió con otros pastores a la
montaña Guajara y contempló Las Cañadas. Eran completamente diferentes, aparte
del tamaño, aquí predominaba el verde del bosque y los cultivos, allí solo
arena y piedras secas.
Lo
más que le inquietaba era la imposibilidad de ver el mar. En el barco había
oído que Cuba era una isla, como Tenerife, pero mucho más grande. ¿ Qué clase
de isla era aquella si no se veía el mar
? El mar… el mar infinito. A pesar de que jamás lo había tenido cerca, ni
siquiera lo había tocado, era una necesidad para él; al menos verlo desde
lejos, percibir su inmensidad, el cambio de tonalidades que adquiría al cabo
del día, la sensación de tranquilidad. Aunque le costase reconocerlo, hubo
momentos durante el viaje en que llegó a odiarlo ¡ese no era su mar!
Cada vez se acercaba más a su objetivo, justo bajo
aquella silueta de palma que dibujaba la luz de la luna. Y volvieron los
recuerdos a pesar del cansancio. En Cabaiguán quedó al cuidado de un tío abuelo
del que jamás oyó antes hablar. Había emigrado muy joven, casi como él. En la guerra
de independencia se había alistado con los insurrectos, como otros muchos
isleños, y al final de la misma recibió
algunas tierras que le permitían vivir con desahogo y dar trabajo como
braceros a muchas familias isleñas que arribaron después.
No sabía con exactitud cuánto hacía que llegó, solo que no había hecho sino que trabajar, desde el primer día, pero
no se quejaba. Un trabajo muy duro, pero a eso fue a Cuba… ¡obedecer sin
rechistar!
¡Cómo
echaba de menos su vida anterior! Desde los ocho o nueve años se había
encargado de las cabras de la familia. Allí
solo, en los altos de Arico, sin más compañía que los animales, pasó prácticamente
su corta vida. Evitaba el contacto con la gente, incluso cruzarse con otros
pastores del lugar, no los necesitaba. Allí tenía todo lo que precisaba, hasta
el punto que poco a poco las visitas a la casa familiar se espaciaban durante semanas. Tenía su
pequeña cueva de tosca con un montón de
pinocha para dormir por las noches, queso y leche nunca faltaban; tampoco los
higos pasados y algo de gofio que le mandaba su madre. El agua no era problema,
conocía mejor que nadie todos y cada uno de los nacientes de la zona, era capaz
de encontrarlos con los ojos cerrados.
El tío
Juan se portaba bien con él y tenía la seguridad de que todo lo que ganaba lo
hacía llegar a su familia, al menos eso era lo que decían las cartas que
llegaban ocasionalmente y que tenían que leerle. Se sorprendió de que su
familia le escribiese, porque sabía que ninguno había ido a la escuela y eran
incapaces de hacerlo. El misterio se aclaró pasado un tiempo: el cura de Arico
el Nuevo ponía en el papel lo que sus padres le decían y luego mandaba la
carta.
Su
tío además de hablar mucho, siempre estaba de broma y no había perdido el habla
de su tierra. Siempre recordaba lo primero que le dijo nada más llegar al
pueblo:
-Cuando
vayas a la plaza puedes requebrar a las muchachas, aquí no
estás en el monte con las cabras. Tú puedes, yo ya soy viejo para eso.
Él
asintió como siempre, sin saber siquiera lo que era requebrar.
¿Hablar con las chicas? Si requebrar era eso, estaba listo; en
su vida, hasta que cogió el barco, las únicas chicas que había visto eran sus hermanas y primas. Nunca fue a la escuela
y al pueblo no bajaba ni a misa, ni siquiera en las fiestas de San Juan. Le
habían dicho que cuando era muy pequeño lo llevaron sus abuelos a la romería de las Mercedes en
la Punta de Abona, pero solo recordaba
el largo viaje en burro, el ruido de los timples, el olor a vino, los gritos,
en fin, una experiencia desagradable a la vez que lejana. Por eso, no tenía
intención de ir a la plaza como los otros chicos, ni a misa ni a las tabernas.
El ron ya lo había probado en el tren y no
le gustó; las chicas le daban miedo.
Pensaba
en la compañía de las cabras que nunca decían nada, en el silencio del monte, en
los pájaros y el viento. Simplemente con eso podía estar durante horas pensando
y mirando al horizonte, a ese mar azul que lo hipnotizaba. Ese era su ambiente,
lo que añoraba y la necesidad que lo hacía
subir en la oscuridad por aquella
colina. Lo había hecho varias veces en las últimas semanas, pero hoy sería la
última vez que podría calmar sus ansias de ver el mar, al menos, hasta pasados
varios meses y por eso ascendía con
prisa, presa de la agitación. No quería perder ni un instante desde que el sol
apareciese por el horizonte.
Por fin llego a la cima, el corazón se le salía del
pecho, no sabía si por el esfuerzo o por la emoción; se sentó bajo la palma
cuando el día comenzaba a clarear y miró hacia la llanura, aquella llanura
inmensa, oscura, que poco a poco, con los rayos del sol, se iba convirtiendo en
un mar… un mar de cañaverales verdes.
¡Qué importaba el color! Era igual que el mar que tanto añoraba. El movimiento
de las cañas con la brisa de la mañana simulaba enormes olas que lo
hipnotizaban y lo trasladaban a su monte,
a los altos de Arico, desde donde
divisaba ese océano que como suelen decir, es como una droga para los isleños.
Cuando más emocionado estaba, un pensamiento oscuro nubló su alma: ¡hoy
comenzaba la zafra!
Il
barone Lamberto. ©