jueves, 29 de enero de 2015

En busca de la letra perdida

Requebrar, requebrado, requebrando. Siempre tengo la impresión de que me falta algo. Una, dos letras, el trabajo, el novio, la casa, el perro. Lanzo los pensamientos a la ventolera y cierro la ventana. Hoy toca día de siesta, me digo, mientras me preparo un café que me mantendrá inevitablemente despierta. Vivo pendiendo de estas incoherencias. Son mías, tan propias e intrínsecas como esa letra que se zambulle y escabulle en la punta de mi lengua. ¡Ah! ¡La tengo! La he encontrado: la “s”. Entonces, reSquebrar. No puede ser. No existe. Para ello, hace falta estar en un diccionario. Jodida burocracia de las narices. Cuánta gente hay que respira, vivita y coleando, sin necesidad de estar registrada en ninguna parte. Los hay, más felices y a montones, en esos países perdidos africanos donde ahora vive Ignacio y un destino incierto agotado de esperarme. Tendría que haberme marchado con él, pero perdí la oportunidad. Solo 10 líneas y ya van demasiadas cosas perdidas. It’s missing, it’s lost, murmuro, mientras me recuesto en el sillón lleno de pelusas de gato. Debería abrir un departamento de objetos perdidos. ¿El alma puede ser considerada objeto? Qué más da si no hay respuesta. Me sigue faltando algo, pero ¿qué es? Me interrumpen las risas de los vecinos en el piso de al lado. Me aburren con sus vidas felices, carentes de tragedia, de drama, de meollo. ¡Ja!, resuena tras la pared verde chillón del salón. ¡Ja,ja! Y luego ¡ja, ja, ja! Cruzo los brazos enfurruñada. Pero…¡un momento! No era solo una letra, ¡era una sílaba! Sí, eso es: re “S” quebra “JA”. Escribo la palabra completa en una servilleta sucia que queda aún entre los restos de la pizza del medio día. “Resquebraja”, leo. Por fin, una definición para la angustia de las últimas semanas. Suelto el bolígrafo de un plumazo. Su peso golpea el cristal de la mesa, como un pistoletazo de salida. Entonces, me levanto de un salto, cojo el bolso y me apuro en salir al aire frío de la calle. Antes de que sea demasiado tarde. Antes de que este estado acabe con lo que queda de mi ánimo. Antes de que pierda las otras cosas importantes: la esperanza, la curiosidad, los amigos. Antes de que el alma se me reSquebraJE. Je, je. Sonrío y corro hacia el portal.  


PATRICIA ALVALEON©

viernes, 16 de enero de 2015

Todo por un requiebro.

¡Por fin el alba…! Como en las veces anteriores,  le había sido imposible conciliar el sueño durante la noche. Tampoco tomaría alimento alguno, ni siquiera las gachas que  desde pequeña le preparaba su vieja aya; apenas sentía hambre y necesitaba todo el tiempo para engalanarse.


En un momento su habitación se llenó de  sirvientas y comenzó  el rito cotidiano de preparar a su ama. Hoy podría estrenar por fin el vestido de tafetán rojo que llegó de Nápoles hacía unos días; otro regalo de su padre. Sabía muy bien que sus continuos  regalos eran un modo de mitigar el remordimiento que le atenazaba; la había dejado sola en la Corte cuando fue nombrado  administrador de rentas de la Corona  en aquella ciudad italiana.



Salió de casa a las once y como siempre, acompañada por Juana, su esclava morisca, se  dispuso a cumplir con uno de los mandatos de la Santa Madre Iglesia: “oír misa todos los domingos”. Durante la semana, cuando acudía a  los oficios o simplemente a  la confesión, se dirigía a  la vecina   iglesia del Convento de las Carmelitas, tal como  había hecho  durante generaciones toda su familia y ella misma, desde muy pequeña. Allí  se encontraba con todos sus conocidos y parientes. Pero desde hacía justamente 8 semanas, los domingos oía misa en la Iglesia de San Luis. ¡Si su padre o alguien de la familia  llegara a enterarse! Pero confiaba en Juana, por nada del mundo la traicionaría.

Con paso diligente recorrieron las calles de Curtidores, Arenal y Mayor, hasta llegar a la iglesia. La  capital de la Monarquía Hispánica continuaba siendo un inmenso poblacho manchego dominio  de la inmundicia y los  malos olores. Notaba como se le ensuciaban los bajos de su vestido; manchas que las sirvientas tardarían días en limpiar, con no poco esfuerzo, tal como ocurrió en las ocasiones anteriores. Pero agradecía que fuese primavera, porque en invierno, las calles llenas de charcos pestilentes y barrizales  eran casi impracticables.



A medida que se acercaban a la iglesia, su corazón comenzaba a latir de un  modo  inusitado.  Cuando por fin llegaba a la fachada sentía que le faltaba la respiración, que le flaqueaban las piernas y a duras penas lograba ascender por la escalinata. Una multitud de mendigos, pícaros y vividores se agolpaban en el lugar pidiendo limosnas y favores. Resultaba muy difícil caminar entre ellos, pero al fin,  como había soñado durante toda una semana, pudo verle. Allí se encontraba, justo bajo el tímpano de la puerta, esperándola. Una figura masculina, muy alta,  completamente  vestida de negro y  en la que destacaban  únicamente la blancura  de su gorguera  y el brillo de la empuñadura de su espada. No sabía su nombre, ni siquiera había visto con claridad su rostro, pero el acento gutural de su castellano lo delataba, sin duda alguna procedía de Flandes.

Y como la primera vez, la acompañó con disimulo hasta la pila bautismal, donde le ofreció, sin tan siquiera mirarla, agua bendita con sus dedos. Y la acompañó entre las naves hasta la capilla más oscura del templo, la del Espíritu Santo, sin dejar ni un solo instante de requebrarla en voz baja. Y luego,  desapareció  entre las sombras y el humo de los cirios.
Il barone Lamberto ©