viernes, 16 de enero de 2015

Todo por un requiebro.

¡Por fin el alba…! Como en las veces anteriores,  le había sido imposible conciliar el sueño durante la noche. Tampoco tomaría alimento alguno, ni siquiera las gachas que  desde pequeña le preparaba su vieja aya; apenas sentía hambre y necesitaba todo el tiempo para engalanarse.


En un momento su habitación se llenó de  sirvientas y comenzó  el rito cotidiano de preparar a su ama. Hoy podría estrenar por fin el vestido de tafetán rojo que llegó de Nápoles hacía unos días; otro regalo de su padre. Sabía muy bien que sus continuos  regalos eran un modo de mitigar el remordimiento que le atenazaba; la había dejado sola en la Corte cuando fue nombrado  administrador de rentas de la Corona  en aquella ciudad italiana.



Salió de casa a las once y como siempre, acompañada por Juana, su esclava morisca, se  dispuso a cumplir con uno de los mandatos de la Santa Madre Iglesia: “oír misa todos los domingos”. Durante la semana, cuando acudía a  los oficios o simplemente a  la confesión, se dirigía a  la vecina   iglesia del Convento de las Carmelitas, tal como  había hecho  durante generaciones toda su familia y ella misma, desde muy pequeña. Allí  se encontraba con todos sus conocidos y parientes. Pero desde hacía justamente 8 semanas, los domingos oía misa en la Iglesia de San Luis. ¡Si su padre o alguien de la familia  llegara a enterarse! Pero confiaba en Juana, por nada del mundo la traicionaría.

Con paso diligente recorrieron las calles de Curtidores, Arenal y Mayor, hasta llegar a la iglesia. La  capital de la Monarquía Hispánica continuaba siendo un inmenso poblacho manchego dominio  de la inmundicia y los  malos olores. Notaba como se le ensuciaban los bajos de su vestido; manchas que las sirvientas tardarían días en limpiar, con no poco esfuerzo, tal como ocurrió en las ocasiones anteriores. Pero agradecía que fuese primavera, porque en invierno, las calles llenas de charcos pestilentes y barrizales  eran casi impracticables.



A medida que se acercaban a la iglesia, su corazón comenzaba a latir de un  modo  inusitado.  Cuando por fin llegaba a la fachada sentía que le faltaba la respiración, que le flaqueaban las piernas y a duras penas lograba ascender por la escalinata. Una multitud de mendigos, pícaros y vividores se agolpaban en el lugar pidiendo limosnas y favores. Resultaba muy difícil caminar entre ellos, pero al fin,  como había soñado durante toda una semana, pudo verle. Allí se encontraba, justo bajo el tímpano de la puerta, esperándola. Una figura masculina, muy alta,  completamente  vestida de negro y  en la que destacaban  únicamente la blancura  de su gorguera  y el brillo de la empuñadura de su espada. No sabía su nombre, ni siquiera había visto con claridad su rostro, pero el acento gutural de su castellano lo delataba, sin duda alguna procedía de Flandes.

Y como la primera vez, la acompañó con disimulo hasta la pila bautismal, donde le ofreció, sin tan siquiera mirarla, agua bendita con sus dedos. Y la acompañó entre las naves hasta la capilla más oscura del templo, la del Espíritu Santo, sin dejar ni un solo instante de requebrarla en voz baja. Y luego,  desapareció  entre las sombras y el humo de los cirios.
Il barone Lamberto ©


2 comentarios:

  1. Está muy bien. Lleno de esos elementos que crean una atmósfera envolvente y que hacen que desees seguir leyendo...��

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  2. Il barone Lamberto ha sabido transportarnos, en este breve relato a la "Antesala de la Felicidad", o lo que es lo mismo, a decir de algunos, la Felicidad misma.

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