Todo por un requiebro.
¡Por
fin el alba…! Como en las veces anteriores,
le había sido imposible conciliar el sueño durante la noche. Tampoco
tomaría alimento alguno, ni siquiera las gachas que desde pequeña le preparaba su vieja aya;
apenas sentía hambre y necesitaba todo el tiempo para engalanarse.
En un momento
su habitación se llenó de sirvientas y
comenzó el rito cotidiano de preparar a
su ama. Hoy podría estrenar por fin el vestido de tafetán rojo que llegó de
Nápoles hacía unos días; otro regalo de su padre. Sabía muy bien que sus
continuos regalos eran un modo de
mitigar el remordimiento que le atenazaba; la había dejado sola en la Corte cuando
fue nombrado administrador de rentas de
la Corona en aquella ciudad italiana.
Salió de casa a las once y como
siempre, acompañada por Juana, su esclava morisca, se dispuso a cumplir con uno de los mandatos de
la Santa Madre Iglesia: “oír misa todos los domingos”. Durante la semana,
cuando acudía a los oficios o
simplemente a la confesión, se dirigía a
la vecina iglesia del Convento de las Carmelitas, tal
como había hecho durante generaciones toda su familia y ella
misma, desde muy pequeña. Allí se
encontraba con todos sus conocidos y parientes. Pero desde hacía justamente 8
semanas, los domingos oía misa en la Iglesia de San Luis. ¡Si su padre o
alguien de la familia llegara a
enterarse! Pero confiaba en Juana, por
nada del mundo la traicionaría.
Con paso diligente recorrieron las
calles de Curtidores, Arenal y Mayor, hasta llegar a la iglesia. La capital de la Monarquía Hispánica continuaba
siendo un inmenso poblacho manchego dominio
de la inmundicia y los malos
olores. Notaba como se le ensuciaban los bajos de su vestido; manchas que las
sirvientas tardarían días en limpiar, con no poco esfuerzo, tal como ocurrió en
las ocasiones anteriores. Pero agradecía que fuese primavera, porque en
invierno, las calles llenas de charcos pestilentes y barrizales eran casi impracticables.
A medida que se acercaban a la iglesia,
su corazón comenzaba a latir de un
modo inusitado. Cuando por fin llegaba a la fachada sentía
que le faltaba la respiración, que le flaqueaban las piernas y a duras penas
lograba ascender por la escalinata. Una multitud de mendigos, pícaros y vividores
se agolpaban en el lugar pidiendo limosnas y favores. Resultaba muy difícil
caminar entre ellos, pero al fin, como
había soñado durante toda una semana, pudo verle. Allí se encontraba, justo
bajo el tímpano de la puerta, esperándola. Una figura masculina, muy alta, completamente vestida de negro y en la que destacaban únicamente la blancura de su gorguera y el brillo de la empuñadura de su espada. No
sabía su nombre, ni siquiera había visto con claridad su rostro, pero el acento
gutural de su castellano lo delataba, sin duda alguna procedía de Flandes.
Y como la primera vez, la acompañó
con disimulo hasta la pila bautismal, donde le ofreció, sin tan siquiera
mirarla, agua bendita con sus dedos. Y la acompañó entre las naves hasta la
capilla más oscura del templo, la del Espíritu Santo, sin dejar ni un solo
instante de requebrarla en voz baja.
Y luego, desapareció entre las sombras y el humo de los cirios.
Il barone Lamberto ©
Está muy bien. Lleno de esos elementos que crean una atmósfera envolvente y que hacen que desees seguir leyendo...��
ResponderEliminarIl barone Lamberto ha sabido transportarnos, en este breve relato a la "Antesala de la Felicidad", o lo que es lo mismo, a decir de algunos, la Felicidad misma.
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